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Testimonios

Y perdonó

Y perdonó


Llegar al fondo del corazón de un hombre, de una mujer, no es empresa fácil. Hay como un reducto impe­netrable a cualquier mirada exterior; un escondrijo que custodia pensamientos, afectos, sucedidos a los que he­mos dado quizá el calificativo de secretos inconfesa­bles. Inconfesables, no porque estén cargados de una malicia especial o estén impregnados de una bondad o belleza incomprensibles para cualquiera otra persona. No; sencillamente porque el sentido del pudor, y una cierta, íntima y a veces saludable vergüenza, nos impul­san a no dejar al descubierto las raíces de nosotros mis­mos.

En algunas situaciones particulares de nuestro vivir, se hace como algo menos hermético el cierre de esa custodia, y dejamos que una buena corriente de aire in­troduzca un poco de oxígeno en el interior del espíritu y arrastre lejos, al menos, el aroma de podredumbre que todo rincón cerrado dentro de nosotros origina casi sin darnos cuenta. Aroma que es más insoportable cuando el núcleo vital de nuestra alma se obstina en no perdonar, en acumular odio, resentimientos, rencor, de­seos de venganza.

Durante un largo trayecto en coche mi compañero de viaje comenzó a hablar, como urgido por un impul­so irresistible. Necesitaba abrir esa cámara recóndita de su alma, que comenzaba a convertirse en su propia cá­mara de gas. Habían pasado ya más de cinco años des­de que tomó una resolución que estaba marcando su vida y agotando los recursos de su corazón: se había impuesto a sí mismo el matar a un hombre y saldar así una serie de ofensas recibidas en su honor y en el bie­nestar de su familia.

Había conseguido poner coto a un buen número de injusticias perpetradas por su enemigo, y había obteni­do también un adecuado y legítimo resarcimiento de daños. No estaba dispuesto, sin embargo, a dejar las co­sas ya arregladas en un plano meramente judicial, y a perdonar de una vez las ofensas personales recibidas. Parecía que solamente la muerte del culpable pudiera traer la paz a su alma.

Se le habían presentado ya varias ocasiones propi­cias para llevar a cabo sus planes con una cierta seguri­dad de no ser descubierto; en el último momento se ha­bía echado atrás. Unas veces por indecisión; otras, por el surgir de obstáculos imprevistos.

Le comenté que su «enemigo» lo tenía completa­mente dominado; que ese deseo de venganza era el triunfo pleno del mal que él quería aniquilar; que le es­taba envenenando la sangre, le había hecho cambiar de carácter, ser más hosco en casa, tratar peor a su mujer y a sus hijos, y hacer la vida imposible a cualquier perso­na que se relacionara con él.

«Cometiendo injusticias, haciéndote daño en los bie­nes, y hasta ofendiéndote en tu honra, el «enemigo», le insistí, había permanecido de alguna manera fuera de ti. Con esos afanes de revancha total, el mal ha invadido el núcleo más íntimo de tu persona; ha entrado en ti y te domina. Y de un buen marido, un buen padre, un pro­fesional digno y de categoría, te has convertido en un miserable aspirante a asesino».

Mi amigo me escuchó serio y mudo. Algo seguía hir­viendo en su espíritu, y preferí dejar pasar un rato de si­lencio. Su mutismo se prolongó, y yo lo aproveché también para reflexionar un poco.

Si había hablado, era patente que quería salir del atolladero y que solicitaba ayuda para conseguirlo. La conciencia del mal que iba a hacer estaba viva, y el cú­mulo de odio no había apagado del todo su voz. Me di cuenta de que por el camino de la dureza, de contrapo­sición directa, no iba a ninguna parte; era necesario cambiar de actitud, si de verdad quería ayudarle a libe­rarse de la opresión que le corroía: con seriedad y ejem­plos fuertes su corazón se endurecía más y más y se re­afirmaba en su intención vengativa.

«Desde que has tomado esa decisión, le pregunté, ¿has estado alegre algún día; te has bebido en paz un vaso de cerveza; has gozado de serenidad para estudiar a fondo las cuestiones de tu profesión?; ¿has rezado en paz un Padrenuestro».

Permaneció serio y sorprendido; quizá con algo de dolor en el corazón, su respuesta fue negativa. Su «NO” ­fue tan rotundo que, al decirlo, tuve la impresión de que se había al menos señalado la posibilidad de un resquicio en su actitud cerrada. Efectivamente, la con­ciencia estaba viva.

El conducía, y en aquel momento, el escaso tráfico y el trazado de la carretera le permitía hacerlo con una cierta distensión. Comencé a hablar en voz alta, como haciendo consideraciones conmigo mismo:

«Reconozco que pocas acciones del hombre cuestan más, exigen más esfuerzo y concentración que el per­donar. Y una vez tomada la decisión de perdonar, nos queda la duda de si los demás aceptarán o no nuestro perdón, si se considerarán ofendidos por nuestro gesto. ­Y no digamos nada si comenzamos a pensar que perdo­namos sólo porque somos débiles e incapaces de ven­garnos».

«Después de salir nosotros de nuestro rencor, seguí razonando, sufrimos quizá más si quienes nos han ofendido permanecen encerrados en su odio; y senti­mos como la tentación de perseverar también nosotros en el rencor».

«Es cierto; el perdonar comporta pena, esfuerzo, do­lor. Y a la vez, es también verdad que pocas acciones del hombre -si es que existe alguna- dejan más alegría en el espíritu que el perdonar. El gozo del perdonar es inefable, ensancha el corazón y nos descubre la co­rriente más viva del amar.»

«Y no me refiero a esos perdones que todos noso­tros vamos repartiendo a lo largo del día, y vamos tam­bién recibiendo. Perdonamos al conductor del autobús que llega con retraso; al dependiente de un estableci­miento que apenas si nos hace caso; al funcionario de correos que no nos presta atención enfrascado, como está, en una conversación trivial con un compañero.

Tampoco aludo a esos perdones que se hacen casi por desprecio del enemigo, o para quitarse sencillamente un peso de encima».

Mi amigo no articulaba palabra. Escuchaba en silen­cio, y a punto estuve de callarme yo también y darme por vencido.

«Perdonar, cancelar del ánimo la ofensa recibida -y más, si el «enemigo» es alguien de la propia familia: un hijo, un hermano, un padre-, no guardar en el corazón ningún rencor, ni malquerencia hacia otro ser humano que nos haya hecho un daño, que se haya empeñado -y conseguido- en hacemos sufrir, tiene algo, mucho, de adelanto del gozo del paraíso»; musité por fin en un arranque de ánimo. Y añadí, sonriendo a mi amigo.

«Supongo que no querrás esperar a la cercanía de tu muerte para pedir perdón a quienes hayas ofendido, y para perdonar a los que te han ofendido a ti. Quizá en ese momento se te olvide hacerlo, y llegues al otro lado demasiado cargado».

Esbozó una sonrisa. Siguió por un rato el silencio. Unos kilómetros más adelante, sacó de la guantera un pistola y me la entregó. El cargador por un lado, el ar­ma por otro, fueron a parar al primer curso de agua que cruzamos en nuestro camino. Y rezamos, en paz, un Pa­drenuestro.

Por ERNESTO JULIÁ DIAZ

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