Me casé con un hombre de negocios que, por su trabajo, hacía largos y frecuentes viajes al extranjero. Y yo le acompañaba. Recorrimos Asia, América Latina… Nuestra vida social y su mundo profesional formaban parte de mi vida. Hasta que llegó el primer hijo y luego los demás. Y los biberones, los estudios… hicieron mis viajes con mi marido cada vez más infrecuentes. Aunque éramos una familia bien avenida.
Pero, pasados los años, la víspera del día en que debía regresar de uno de sus viajes, me llamó para decirme que acudiera a recibirle al aeropuerto, porque tenía un asunto importante que tratar conmigo. Se me heló el corazón. Le insistí que cualquier asunto que hubiera que tratar podía esperar a que él llegara a casa. Pareció que accedía. Sin embargo, al día siguiente no se presentó. Llamé al aeropuerto y confirmé que su vuelo había llegado. Pasó el día, pasó la noche y no venía. Mi tristeza era ya tal que cuando llamó para decirme que estaba con otra mujer no tuve nada que decirle. Quedamos en que recogería sus cosas un día en que no estuviéramos en casa ni los niños ni yo, y así lo hizo. Sin explicaciones.
Pero los niños cada día que pasaba preguntaban por su padre. Y al cabo de un tiempo, quizá pasado un mes o dos, le llamé para pedirle que les explicase la situación. Yo era incapaz, pues, aunque físicamente no me separaba de ellos, estaba ajena a todo lo que pasaba a mi alrededor. Y los niños insistían en saber por qué no llamaba papá, en por qué este viaje se alargaba tanto. Con cierto recelo por su parte, vino una tarde a última hora para hablar con sus hijos, cosa que no hizo. Se limitó a jugar con ellos y a escuchar las mil batallas que quisieron contarle. Y así quedó la cosa.
Llegó el verano y los niños y yo nos fuimos al apartamento de la playa. Y un buen día, de improviso, se presentó. Tanto los niños como él disfrutaron muchísimo. Después vino otro día y luego otro… Y al finalizar el verano, ya de vuelta a nuestra casa habitual, las visitas sin previo aviso se fueron haciendo más frecuentes, hasta que al cabo de unos meses cenaba casi todos los días con nosotros.
Yo estaba bloqueada. Me alegraba de verlo. Y, como le quería, su marcha me dejaba un vacío tan intenso que ni razonaba ni buscaba salidas a la situación. Simplemente, dejaba pasar la vida. Ni siquiera la vida de mis hijos, sus estudios, sus amigos, sus aficiones me interesaban.
Uno de esos días en que se presentó a cenar, cuando se acostaron los niños, se quedó a solas conmigo. Y para mi sorpresa, me pidió que reiniciáramos la vida juntos. Que los niños y yo éramos su familia… y que él nos quería… si le aceptábamos de nuevo. Yo estaba tan asustada como contenta. Sin duda, él era, junto con nuestros hijos, mi familia.
Hicimos un viaje los dos solos y al regreso volvió a vivir en casa.
Desde entonces he reencontrado la alegría en las pequeñas cosas de mis hijos, pero acompaño a mi marido en sus viajes, que él, por su parte, procura hacer menos frecuentes.
Y somos de nuevo una familia feliz. Y yo misma una mujer feliz. Aunque, algunos amigos y familiares no puedan entenderlo todavía.