Escribo unas líneas de cómo hemos intentado mi marido y yo educar a nuestros cinco hijos en el arte de valorar el dinero, sabiendo lo qué es y lo que cuesta, sin ser por eso de ninguna manera tacaños, cosa que tendría muy poca gracia. Siempre hemos vivido de un solo sueldo, y desde muy pequeños mis hijos han tenido muy clara una cosa: la mayor parte de ese sueldo se iba en gastos para su educación (colegios, campamentos de verano…). Con lo que quedaba, había que tirar todo el mes, y había veces en que antes del día 20 ya no había de dónde tirar. ¿Y qué? No pasaba nada. Esa es la primera regla de oro para educar la sobriedad: cuando algo material falta, no se acaba el mundo, de hecho, no pasa nada. Y se sigue viviendo contentos, sabiendo que en lo fundamental, el cariño, somos millonarios. Es el momento de dar un pequeño «sablazo» a un abuelo, o de rebuscar por los bolsillos de los abrigos a ver quién se ha dejado olvidada una moneda que ahora nos sirva para comprar el pan.
Cuando no se hacen dramas con estas cosas, porque no lo son, sino que se ven como algo normal en una familia que ha decidido invertir en algo muy concreto (en nuestro caso, en la educación de nuestros hijos) prácticamente todo lo que tiene, los hijos crecen sin traumas, sabiendo que la pregunta que hay que hacer no es sólo ¿esta peli se puede ver? sino además ¿tenemos money para ir al cine?
Hemos procurado también que los gastos extras con motivos de fechas determinadas tuvieran además un componente que les ayudara a unirse más, a crear más ambiente de familia, como una tradición. Por ejemplo, el turrón en Navidad. Aunque yo lo tenga comprado desde principios de diciembre, lo guardo en un armario hasta el primer día de las vacaciones. «Hay que tener paciencia» es el lema.
Y ese día, todos juntos probamos nuestro primer dulce de Navidad, sabiendo muy bien lo que estamos celebrando. Y el próximo… la noche de Nochebuena, no cualquier día a cualquier hora. Y cosas así.
Recuerdo un verano, en la playa, en que yo me quedé sola con los cinco porque José tenía que trabajar en Madrid. Les prometió a los niños que, si eran buenos, a su vuelta les compraría un helado… ¡para cada uno!, porque lo normal en casa es que un polo fuera compartido por dos ó tres hermanos. Soñaron esos días con el helado prometido, fueron más buenos que nadie, y cuando al fin mi hija Elena se vio con él en la mano, abriendo unos ojos que no le cabían en la cara, repetía: «mamá ¿seguro que es todo para mí? ¿no quieres tú un poco?»
Ahora esos niños ya son mayores, y en plena adolescencia saben muy bien lo que es ganarse el dinero trabajando: cuidan niños, hacen trabajos de jardinería, dan clases particulares… cosas que pueden convalidar con sus estudios y que les permiten ir pagando sus diversiones y pequeños gastos.
Pero, de vez en cuando, ninguno se olvida de decirme: «mamá, mi dinero está en el cajón, si necesitas algo, coge lo que quieras.»
Por LAURA SERRANO