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La relación de apego


Al vínculo afectivo que se establece entre el niño, ya desde que nace, y la persona que le atiende, normalmente sus padres, se le llama relación de apego.

La necesidad de este vínculo afectivo se advirtió en particular  tras la segunda guerra mundial. En esos años muchos niños morían en los orfanatos de toda Europa por anemia anaclítica pese a que los niños estaban bien alimentados, las enfermeras que les atendían eran profesionales bien cualificadas, el tratamiento médico era el correcto… En definitiva, no se escatimaban medios pero la anemia no remitía y los niños morían.

Spitz, médico e investigador, tuvo la intuición de considerar que en un ambiente afectivo cálido, tal vez los niños mejorasen. Se hizo un llamamiento a familias que quisieran hacerse cargo de estos niños, familias que querían tener niños, esto es importante para que los acogiesen adecuadamente y en estas familias  los niños no sólo mejoraron, sino que superaron la enfermedad. Lo que la técnica no había conseguido realizar, lo consiguió el cariño.

Este hecho supuso un reto intelectual para la comunidad científica que derivó en numerosos estudios, en un primer momento centrados en la relación afectiva entre el bebé y su madre (Spitz, 1945; Bowlby, 1969; Ainsworth y Bell, 1970).

Como consecuencia de estos estudios, hoy sabemos que esta relación afectiva de apego es diferente del llamado instinto de supervivencia. El niño nace con determinados comportamientos como son el llanto, la succión, la orientación, el agarrarse y asirse, la sonrisa, el contacto ocular, la expresión facial, el balbuceo… con los que llama la atención del adulto  para que le atienda. Por ejemplo, el llanto de un bebé recién nacido cuando tiene hambre puede ser irritante.

Lo que se ha advertido es que estos comportamientos con los que el niño viene dotado no exigen sólo la satisfacción de sus necesidades materiales, sino la atención personal de los padres y en función de ellos se inicia la interacción entre el adulto y el niño: el bebé balbucea y la madre le acaricia cantándole una nana, el bebé agarra el dedo de su madre y ella continúa a su lado dándole cariño hasta que se duerme…En unas ocasiones iniciará la comunicación la madre y en otras el niño… y estas relaciones mutuas se irán sincronizando de tal modo que cada uno se va adaptando a los ritmos del otro.

De aquí nace la relación de apego del niño al adulto que le cuida: una relación afectiva de cariño que el niño aprecia como estable y segura. Segura significa que el niño tiene plena confianza en esa persona, un ejemplo de ella es la película “La vida es bella” en donde el padre hace creer al niño que el campo de concentración es una sucesión de pruebas para obtener un premio y el niño, pese a toda evidencia, lo cree. Es también una relación que el niño percibe como estable en el tiempo: esto es, el niño sabe que el adulto siempre va a estar ahí, a su lado, entre o salga. Para el niño es impensable que su padre o su madre desaparezcan de su vida, así por ejemplo cuando se le explica a un menor de cuatro años que su madre o su padre se ha ido al Cielo el niño no muestra ninguna reacción de tristeza porque entiende que en breve volverá.

En un primer momento esta relación de apego se estudió con respecto a la madre, hoy los estudios se extienden al padre y también los hay comparativos de la actuación de uno y otro (Palkovitz, 1984; Bronstein, 1984; Lamb, 1991).

En estos estudios comparativos entre la relación de apego con la madre y con el padre se observa que el grado y la calidad del vínculo es el mismo. Sin embargo, siendo la relación de apego segura y estable para el niño tanto cuando se establece con el padre como cuando lo es con la madre, el modo en que uno y otro interactúan con el niño es diferente.

Las madres tienden más a dedicar tiempo a los cuidados físicos y a manifestaciones concretas de cariño. En las actividades lúdicas, las madres tienden a proporcionar juguetes al bebé, a hablar con él y a iniciar juegos convencionales como el cucú/trastrás, el pajarito, cinco deditos tiene mi mano… Por su parte los padres dedican más tiempo a las actividades lúdicas que a las alimenticias e higiénicas. Y dentro de las actividades lúdicas prefieren aquéllas de más actividad como el gateo, lanzar al niño al aire y recogerlo, el juego con pelotas…

En cuanto al bebé, busca tanto al padre como a la madre. Si bien curiosamente en los estudios comparativos se ha visto que cuando el niño está enfermo o indispuesto busca a la madre.

Como es obvio, esta relación de apego puede también producirse con cualquier otro adulto que atienda al niño, sean los abuelos o la empleada del hogar. Y se ha dado el caso que cuando el niño ha tenido escaso trato con sus padres porque éstos han delegado en la empleada del hogar y esta persona se ha despedido, el niño ha entrado en depresión anaclítica (en la que la anemia a la que hacíamos referencia es un síntoma).

Es importante advertir que la sucesión de personas distintas que se ocupan del niño es perjudicial en tanto que la relación de apego no se llega a establecer con ninguna.

Pero lo peor para el establecimiento de una relación de apego segura y estable del niño es la separación o divorcio de sus padres. El clima de tensión previo a esa separación, muchas veces cargado de violencia al menos gestual, que el niño percibe incluso más que el adulto (el niño, antes que las palabras interpreta los gestos de la cara y del cuerpo) y el enfrentamiento, larvado o lleno de rencor y la tristeza por el fracaso que implica la ruptura también cuando ésta se ha consumado, afectan de modo directo a la estabilidad emocional del niño. Además la sucesión de tiempos de estancia entre los progenitores y el niño establecida legalmente hace que la relación de apego, que necesita ser estable, se resienta.

Y sin embargo, el mundo occidental se va haciendo cada vez más consciente de la necesidad de esta relación de apego del niño respecto de sus padres y está facilitando la excedencia laboral de la madre en los primeros años de vida del niño, el trabajo a tiempo parcial de la madre, incluso el trabajo telemático, las guarderías dentro de la empresa y, padres conscientes de la necesidad de atender personalmente a sus hijos, buscan que sus turnos de trabajo no coincidan para que uno de ellos pueda estar en casa y no delegar el cariño familiar en un extraño.

El efecto que una buena relación de apego provoca no es sólo que el niño sobreviva, sino que  genera en el niño confianza interior y desde ella autonomía para explorar el mundo, sus personas y objetos y como consecuencia, el despliegue de todo su potencial intelectual afectivo y social, que crece ejercitándolo. También sin duda porque los padres, al mismo tiempo que interactúan con el niño y van generando esa relación de apego estable y segura, potencian sus capacidades. En concreto, las escalas de desarrollo madurativo, intelectual, lingüístico, afectivo, social muestran una mayor puntuación en los niños que al mismo tiempo manifiestan una relación de apego segura que en los que carecen de ella. En particular, los niños con una buena relación de apego, al ser más seguros, son más confiados y por tanto más cooperativos con los padres, los profesores, los compañeros, etc.

No puedo dejar de mencionar aquí mi visita a un colegio cuyo patio perfectamente equipado (arenero, columpios, juguetes…) mostraba la importante inversión que se había realizado… y sin embargo, los niños ni sabían jugar ni se relacionaban entre ellos. Mientras estaban en una actividad dirigida dentro del aula (grafomotricidad, cuentos) los niños atendían. Pero en el patio, uno echaba arena al aire, otro daba golpes a un columpio… Hubo que establecer un programa de competencias sociales en el que la profesora enseñaba a los niños juegos tan elementales como  la gallinita ciega, el corro de las patatas, el escondite inglés, etc. Después de dos años de llevar a cabo este programa, observamos como los niños que lo habían seguido, ahora de cinco y cuatro años, organizaban ellos mismos los juegos, que tenían un principio y un fin, y se cohesionaban ellos mismos en grupos sin necesidad de adulto.

Esto sucede de modo natural en las familias de varios hijos, en las que los padres establecen la relación de apego no sólo con uno de ellos, sino con todos, si bien interactuando de forma distinta con cada uno según su edad y necesidades. En la medida en que los padres atiendan al menor, el mayor va a imitar esa conducta, cuidándolo él también. Por eso, en las familias numerosas, si bien los padres tienen menos tiempo y a veces mayor desgaste para la atención del hijo menor, en la medida en que la situación esté bien establecida con los mayores, éstos les suplen de algún modo en tanto que también hay una relación de apego entre hermanos.

Frente a una relación de apego segura hay también relaciones de apego inseguro que son clasificadas en evitativo, ambivalente y desorganizado.

Son numerosos los estudios que se han hecho sobre este tema. Parten de una situación de hecho creada artificialmente que genera estrés en el niño. Esta situación consiste en ubicar al niño en una habitación en la que hay juguetes y en la que están él y su madre; él sólo; él y una persona extraña; él, su madre y una persona extraña y el estrés se origina por las diversas entradas y salidas de la madre. Los resultados son distintos según los diferentes tipos de apego.

En los casos de niños con relación de apego seguro, cuando están con su madre exploran el medio con normalidad. Cuando ella sale, el niño llora al principio, pero luego se tranquiliza y vuelve a explorar el medio. Cuando la madre vuelve, el niño la acoge con cariño, busca la aproximación física y ocular a ella y la invita a participar en su exploración del medio. Se advierte que hay una buena relación afectiva entre madre e hijo, una estabilidad emocional del niño que le dota de seguridad y por tanto de autonomía para explorar el mundo.

En cambio, se habla de relación de apego evitativo cuando el niño parece indiferente a las entradas y salidas del adulto. Desde el principio, el niño explora el medio y continúa haciéndolo con independencia de las entradas y salidas de la madre. En apariencia parece una conducta saludable, pero en realidad denota una carencia afectiva importante que podría provocarle problemas de relación humana.

Se habla de relación de apego ambivalente cuando el niño llora o manifiesta desconcierto cuando sale la madre, pero cuando regresa muestra frente a ella comportamientos diferentes. En unos casos busca acercarse a la madre y a su cariño, pero en otras se muestra irritado y resistente al contacto tanto físico como ocular. Ni cuando está presente la madre ni cuando no lo está, el niño explora el medio. El niño está en su conflicto interno de si quiere y es querido o no por la madre y se olvida del mundo exterior.

Hay un caso más extremo que es el del niño con relación de apego llamada desorganizada. Aquí no hay un patrón claro de comportamiento, estos niños ni saben acercarse ni evitar a la madre. En realidad, no saben qué hacer ni cómo explorar el medio. En muchos casos adoptan actitudes rígidas y extrañas y comportamientos estereotipados o rituales tales como golpear repetidamente un objeto, dar vueltas a una habitación, etc. Sintetizando lo que se ha expuesto tenemos, por tanto, que cuando el niño tiene una relación de apego segura y estable con sus padres, su estabilidad emocional le da  confianza y autonomía para abrirse al mundo, lo que revierte en el desarrollo de sus capacidades. Cuando el apego es inseguro, el independiente se abre al mundo exterior  procurando ignorar el mundo afectivo que no tiene resuelto; y el ambivalente, por su parte, se circunscribe a su mundo afectivo –relación de amor/odio- y como no sale de él, ignora el mundo exterior.

¿Es relevante la conducta del adulto en el establecimiento de la relación de apego del niño? Sin duda, es decisiva. En este sentido, hay que señalar tres actitudes especialmente nocivas: el intrusismo, la ambivalencia y la indiferencia.

Se habla de intrusismo cuando el adulto dirige la conducta del niño conforme a sus propios criterios sin respetar los ritmos biológicos, afectivos, sociales, sensoriales… del niño, ni la pausa que en toda relación debe haber entre la propuesta y la respuesta, de modo que el niño pueda actuar. La relación se convierte así en un monólogo con espectador, en una coerción de conducta. El padre intrusista no conduce, impone; dirige, pero no aplaude; los éxitos, en definitiva, son del padre, no del hijo. La consecuencia es que el niño no se siente valorado, no se valora a sí mismo en sus habilidades y pierde el espíritu de iniciativa, lo que impide la exploración del medio y repercute negativamente en el desarrollo de su potencial.

Se habla de ambivalencia cuando el adulto, ante el mismo hecho, responde de formas distintas. Esta conducta equívoca desconcierta al niño. El padre ambivalente genera en el niño un “lío de cabeza”: el niño no sabe qué comportamiento adoptar para obtener la aprobación paterna.

La indiferencia por parte de los padres hace que el niño se sienta poco querido, inseguro y temeroso en un medio material que para él es extraño, por lo que se tiene que buscar la vida solo y como consecuencia es más fácil que caiga en conductas o bien agresivas o bien replegadas sobre sí mismo. El padre indiferente genera en el niño sensación de rechazo. Si no le importas a tu padre o a tu madre ¿por qué le vas a importar a ningún otro?

No debemos, sin embargo, identificar la conducta de los padres y la percepción que el niño tiene de ella. De una parte, el temperamento del niño le inclinará a ver las cosas de una u otra forma; de otra, la percepción del niño puede no ser objetiva porque la conducta de los padres necesariamente estará incardinada en un conjunto de relaciones y circunstancias más complejas (laborales, de salud, familiares, etc.) que influirán en su modo de obrar.

 No se puede afirmar que una relación de apego seguro/inseguro en la infancia vaya a repercutir sobre la persona durante toda la vida. Si es cierto que la infancia marca a las personas, también lo es que los estudios que se han hecho han sido sobre supuestos clínicos y por tanto, ante la limitación de la muestra, no se deben dar conclusiones. Una elemental experiencia y prudencia nos lleva por el contrario a decir que el hombre, dueño de su propia vida, puede reconducirla.

Desde el punto de vista del educador, lo que sí debe tenerse en cuenta es que en torno a los tres años ya está establecida esta relación pero no necesariamente tiene que mantenerse en los mismos términos en años sucesivos. Ante los distintos escenarios en los que cada hombre tiene que aprender a vivir, esta relación inicial de apego, con sus variables, puede perderse y recuperarse. Así por ejemplo un adulto con una buena relación de apego establecida y mantenida a lo largo del tiempo ante una situación de infidelidad conyugal y ruptura matrimonial no deseada puede perderla, aunque sólo sea transitoriamente.

Ahora bien, el establecimiento de una buena relación de apego en la infancia de sí se mantiene con facilidad hasta la pubertad porque el niño admira a sus padres y no quiere defraudarlos y se trueca en tendencia al desapego por parte del hijo cuando llega a la adolescencia.

En esta tendencia al desapego del adolescente confluyen varios factores. De una parte, el cambio hormonal que produce inestabilidad emocional y en consecuencia un desasosiego interno que se puede manifestar en conductas reservadas, temperamentales, incluso hostiles…, que rompen la sincronía padres/hijo que se había establecido. A ello se une que el adolescente tiene ya cuerpo de adulto (masa corporal, talla, peso) y quiere, junto con sus compañeros, cuya valoración cobra una importancia inusitada, hacer con ellos vida de adulto.

Sin embargo, el adolescente no tiene la madurez propia de un adulto: su cerebro no ha terminado de formarse, su pensamiento está muy ligado a su experiencia vital, no tiene proyección de futuro, su desarrollo afectivo está muy mediatizado por el cambio hormonal al que nos hemos referido, carece de los recursos humanos y sociales que da la experiencia…

A mi entender, ante esta situación de tránsito lo que procede es procurar mantener esa relación de apego que deviene de la infancia por medio de actividades lúdicas; deportivas; culturales; iniciar, facilitar y si se puede compartir hobbies…, siendo el elemento crucial la conversación con él, el dialogo ininterrumpido. ¿Hablan hoy los padres con los adolescentes? o ¿hablan los adolescentes solos entre sí? Puede parecer que el adolescente es sordo a nuestros esfuerzos por conversar con él, pero lo cierto es que si la relación de apego ha sido buena durante trece o catorce años, a nuestro hijo adolescente sí le importará lo que digamos… y mucho más de lo que aparente.

Ahora bien, la conversación con el adolescente debe ser una conversación inteligente. Evitando los interrogatorios, la moralina, la descalificación de su persona y su mundo y haciéndola distendida, que sea sugerente y no tiene que centrarse necesariamente en aspectos personales.

De lo que se trata es de hacerle reflexionar con una frase, una sugerencia, una idea…, transmitiéndole no nuestras conclusiones sino nuestras preguntas. Lo deseable es que aunque él hable mucho más que nosotros, al menos nos escuche no un sermón al que nosotros tampoco prestaríamos atención, no muchas frases, sino la frase oportuna convenientemente repetida.

Lo habitual es que el peso de la conversación recaiga sobre él y su mundo, pero si no se abre, no importa que la conversación gire sobre el nuestro, en tanto encontremos aspectos que le resulten atrayentes o sobre la realidad en general que le suscite interés.

A través del mantenimiento de esta conversación sostenida en la buena relación de apego que ha durado tantos años será como el adolescente irá saliendo y volviendo a casa reiteradamente, enfrentándose a experiencias nuevas, a veces adversas o peligrosas pero que en cualquier caso tendrá que resolver el solo hasta convertirse en un joven adulto con alas que le permitirán volar lejos porque están arraigadas en unas fuertes raíces: el afecto, la confianza y la estima de sus padres hacía él y viceversa.

Por: CARMEN ÁVILA DE ENCÍO

 

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