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ACERCAR LOS HIJOS A DIOS


El hombre es incomprensible sin religión, sencillamente porque no se ha creado a sí mismo, ni la persona humana es fruto de energías más o menos cósmicas. El hombre es una criatura. Alguien ha pensado en él antes de que hiciese su presentación en la tierra La religión es el vínculo del hombre con ese Alguien, y ese vínculo se origina en el amor de ese Alguien hacia el hombre. Ese Alguien es Dios.

La religión, la vinculación con Dios, no es, pues, algo añadido a la naturaleza humana; no es producto de cierta evolución del ser humano; no es parte de cierta cultura de la que el hombre pueda prescindir. Xavier Zubiri pudo escribir con mucha razón: «La actitud religiosa no es una actitud más en la vida, sino que es la actitud radical y fundamental”.

Siendo esto así, conviene analizar en esta página web dedicada a la familia, la función que la familia tiene en este vivir la religión, consustancial al hombre.

Acostumbrados como estamos a vivir en el seno de una familia y a desarrollar toda nuestra vida sin abandonar la referencia al entorno familiar, quizá nos cueste ser conscientes de la grandeza de la familia cristiana: humana y sobrenatural.

Podemos comenzar recordando que la familia, originada en la comunión de amor de un hombre y una mujer, hace posible que el amor continúe vivo en el mundo; que la creación se renueve cada amanecer, porque hay alguien que ama. Quien no aprende a amar en familia, tiene un vacío en el alma.

Si Dios comenzó la creación con una familia «varón y hembra los creó», Cristo quiso venir a la Tierra para la redención en el seno de una familia, y dio inicio a su vida pública con un milagro llevado a cabo en el momento de la celebración de un matrimonio, del origen de una familia, en Caná,

La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios.

La familia es, pues, el hogar natural para que la religión, la vinculación del hombre con Dios, se desarrolle adecuadamente. Los padres son padres en toda la amplitud del término, en la realidad vital de sus hijos. Los hijos son hijos en las mismas dimensiones, en el mismo sentido de plenitud que cada uno desarrolla personalmente y de manera del todo propia. Dentro de esa plenitud está el vivir como seres religiosos; como seres humanos que descubren la realidad paterna de Dios.

El Hijo de Dios hecho hombre en el seno de la Virgen María, que crecía en edad y en sabiduría delante de Dios y de los hombres, ¬aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. Y lo hizo junto a su Madre. ¿No es revelador, además de enternecedor? Es el mismo «lugar» -el corazón de las madres- donde todos hemos aprendido a rezar. Ningún lugar es más entrañable ni más cercano al corazón de un niño. El hecho de que los niños aprendan a rezar, a dirigirse a Nuestro Señor Jesucristo acompañados de sus padres ante una imagen que forma parte del ambiente familiar, y con las mismas palabras que sus padres utilizan, facilita el que la realidad del misterio sea recibida sin ningún temor, con plena confianza, con sencillez.

No hay que tener miedo de que esto coarte la libertad del niño. A nadie se le ocurre que para enseñar al niño (por ejemplo, unas lecciones de historia) se le esté coartando su libertad para que de mayor aprenda una comprensión de los hechos más amplia y que el cúmulo de información recibida le impida elaborar nuevos datos de acuerdo con criterios propios e ideas independientes. Es suficiente que ni el padre ni la madre obliguen al niño, a la niña, a hacer actos de piedad, a rezar, a dirigirse a Dios, para que la libertad sea respetada y fortalecida. Podemos decir que en este terreno, como en cualquier otro, se enseña sobre todo con el ambiente que los padres han buscado crear en el seno de su familia, y de este modo no hay necesidad de obligar a nada. Es lógico, cuando se enseña a amar y se hace con amor, es imposible coaccionar la libertad. El amor siempre engendra libertad, porque solo puede surgir y crecer en libertad.

El verdadero triunfo de la educación de la persona, y de manera muy particular en estos campos que estamos considerando, es el de provocar que cada uno se mueva libremente desde el fondo de su ser personal. Esto variará, lógicamente, según la edad de los niños. Al comenzar es natural que se les acompañe, rezando con ellos. El niño rezará con libertad y cariño la oraciones que su madre, que su padre y nunca se subrayará bastante la importancia que tiene que los niños vean rezar a su padre, que recen con él.

Puede ocurrir que, en ocasiones, el niño trate de utilizar su libertad sencillamente para llevar a cabo el último capricho que se le ha ocurrido. En este caso el niño necesita el testimonio de autoridad de sus padres. También en esta aventura de oración y de relación con Dios, un cierto contraste entre el capricho del niño y la firmeza del padre, de la madre, para sostenerle en el camino de recitar una breve oración, será casi siempre una ayuda a su libertad. Como sucede cuando la firmeza de los padres consiguen que el niño acabe comiéndose el plato que se obstinaba en rechazar.

Sin embargo, no se trata de imponer obligaciones. Convertir una relación de tú a Tú, que debe ser amistosa, llena de confianza, desarrollada desde el fondo del corazón en un imperativo del que hay que dar cuenta al final de la jornada, puede llegar a desvirtuar la verdadera realidad de la relación.

En ocasiones será, pues, conveniente sostenerles en su libertad, recordándoles que eso de «comprometerse con los amigos» también es bueno con Dios. Pero de ordinario bastará con invitarles, sugerirles, que vean, incluso por el tono de las palabras, que al rezar, al dirigirse a Jesucristo, a la Virgen, van a hacer algo bueno. Y no solamente porque se van a alegrar papá y mamá, sino también porque quien de verdad se alegra es el mismo Dios.

Llegará, sin embargo, un momento en que los padres deberán aprender a seguir a sus hijos un poco desde lejos y más que sugerir algunas prácticas de piedad, vale la pena hablar de ellas con los hijos, manifestándoles el bien que se encuentra en su ejercicio.

En toda caso, debemos tener presente que la vida de oración, la vida de relación del hombre con Dios es vida impulsada por el Espíritu Santo, no solo fruto de la labor del educador ni del empeño del alma.

Por lo demás, la orientación religiosa del niño ha de hacerse de modo paulatino, adecuado a su edad y su desarrollo.

Conviene que el niño se acostumbre desde pequeño a rezar algunas oraciones, pocas, breves y piadosas, al acostarse y al levantarse y que siga diciendo estas oraciones durante su vida.

Dios ha de tener un rostro. Es oportuno que haya en la casa alguna imagen de Jesucristo y de su madre la Virgen a las que pueda encomendarse.

Es oportuno que nos acompañe en alguna visita a la Iglesia, a rezar el rosario en familia y en la asistencia a misa, no sólo los domingos y festivos, sino también algunos días entre semana.

En su momento, le ayudaremos a hacer la primera confesión y fomentaremos su piedad eucarística, antes y después de la primera comunión.

Aprovecharemos las ocasiones en que se impartan sacramentos, como el bautismo, la comunión o la confirmación de un hermano para explicárselos.

Cuidaremos los tiempos litúrgicos: adviento, navidad, cuaresma, semana santa, pascua de resurrección…; las romerías de mayo o las visitas a santuarios marianos.

En todo caso, la familia ha de ser escuela de oración, no clase de religión, aunque cuide de que esta formación quede garantizada, fomentando la amistad personal del hijo con Dios.

Por ERNESTO JULIÁ DIAZ

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